Resurrección de Roma

Si contemplo Roma, tal como es, veo mi Ideal lejano como lejanos están los tiempos en los que los grandes santos y los grandes mártires iluminaban a su alrededor, con una Luz eterna, incluso los muros de estos monumentos que todavía hoy se alzan para dar testimonio del amor que unía a los primeros cristianos. Con un contraste estridente, el mundo con sus inmundicias y vanidades domina ahora en las calles y más aún, en los escondrijos de las casas donde se halla la ira con todo tipo de pecado y agitación. Y llamaría utopía a mi Ideal, si no pensara en Él, que también vio un mundo como este a su alrededor y que, en el punto culminante de su vida, pareció ser arrollado por él, vencido por el mal. También Él miraba a toda esta multitud a la que amaba como a Sí mismo. Él, que la había creado y hubiera querido brindarle los vínculos que debían reunirla con Él como hijos con el Padre, y unieran hermano con hermano. Había bajado para recomponer la familia humana para hacer de todos uno. Y en cambio, no obstante sus palabras de Fuego y de Verdad que quemaban la hojarasca de las vanidades que encubren lo Eterno que hay en el hombre y que pasa entre los hombres, la gente, mucha gente, aun entendiendo, no quería comprender y permanecía con los ojos apagados, porque su alma estaba a oscuras. Y todo esto porque los había creado libres. Él, que había venido del Cielo a la tierra, podía resucitarlos a todos con una mirada. Pero tenía que dejarles – hechos a imagen de Dios – la alegría de la conquista libre del Cielo. Estaba en juego la Eternidad y ellos, por toda la Eternidad, podrían vivir como hijos de Dios, como Dios, creadores (por Omnipotencia participada) de su propia felicidad. Miraba el mundo tal como yo lo veo, pero no dudaba. Insatisfecho y triste porque todo se precipitaba a la ruina, contemplaba, rezando de noche, el Cielo allá arriba y el Cielo dentro de Sí, donde la Trinidad vivía y era el Ser verdadero, el Todo concreto, mientras que afuera, por las calles, caminaba la nada que pasa. Y también yo hago como Él para no desprenderme de lo Eterno, de lo Increado, que es raíz de lo creado y, por lo tanto, la Vida del todo, para creer en la victoria final de la Luz sobre las tinieblas. Paso por Roma y no la quiero mirar. Miro al mundo que está dentro de mí y me aferro a lo que tiene ser y valor. Me hago una sola cosa con la Trinidad que descansa en mi alma, iluminándola de Luz eterna y llenándola de todo el Cielo poblado de santos y de ángeles que, al no estar sujetos al espacio ni al tiempo, pueden encontrarse todos reunidos con los Tres en unidad de amor en mi pequeño ser. Y tomo contacto con el Fuego que, invadiendo toda la humanidad que Dios me dio, me hace otro Cristo, otro hombre-Dios por participación, de manera que mi humanidad se funde con lo divino y mis ojos ya no están apagados, sino que, a través de la pupila, que es vacío del alma, por donde pasa toda la Luz que hay dentro (si dejo vivir a Dios en mí), miro al mundo y a las cosas; pero ya no soy yo la que mira, sino que es Cristo el que mira en mí y vuelve a ver ciegos a los que iluminar, mudos a los que hacer hablar y tullidos a los que hacer caminar. Ciegos a la visión de Dios dentro y fuera de ellos. Mudos a la Palabra de Dios que, sin embargo, habla en ellos y que podrían transmitir a los hermanos despertándolos a la Verdad. Tullidos inmovilizados, que ignoran la divina Voluntad que desde el fondo del corazón los empuja al movimiento eterno, que es el Amor eterno y en el cual, si transmitimos Fuego, somos incendiados. De tal modo que, abriendo de nuevo los ojos, mirando hacia afuera veo a la humanidad con el ojo de Dios que todo lo cree porque es Amor. Veo y descubro mi misma Luz en los demás, mi verdadera Realidad, mi auténtico yo en los otros (quizás oculto o secretamente camuflado por vergüenza) y, reencontrándome, me reúno conmigo misma, resucitándome – Amor que es Vida – en el hermano. Al resucitar ahí a Jesús, otro Cristo, otro hombre-Dios, manifestación de la bondad del Padre aquí abajo, Ojo de Dios sobre la humanidad. Prolongo así en el hermano al Cristo que hay en mí y compongo una célula viva y completa del Cuerpo Místico de Cristo, célula viva, hogar de Dios, que posee el Fuego para comunicar y, con él, la Luz.
Es Dios quien de dos hace uno, poniéndose como tercero, como relación entre ellos: Jesús entre nosotros. Así, el Amor circula y se lleva consigo, naturalmente (por la ley de comunión ínsita en él), como un río de fuego, cualquier otra cosa que los dos poseen, para poner en común los bienes del espíritu y los bienes materiales. Y este es testimonio práctico y externo de un amor unitivo, el amor verdadero, el de la Trinidad. Entonces verdaderamente Cristo entero revive en ambos y en cada uno, y entre nosotros. Él, hombre-Dios, con las más variadas manifestaciones humanas, impregnadas de lo divino, puestas al servicio del fin eterno: Dios con el interés del Reino y – dominador de todo – dispensador de todo bien a todos los hijos como Padre sin preferencias. Pienso que, dejando vivir a Dios en mí y dejando que Él se ame en los hermanos, se descubriría a Sí mismo en muchos, y muchos ojos se iluminarían con su Luz, signo tangible de que Él reina en ellos. Y el Fuego, destructor de todo al servicio del Amor eterno, se difundiría como un relámpago por Roma, para resucitar en ella a los cristianos y hacer de esta época, fría porque atea, la época del Fuego, la época de Dios. Pero es preciso tener el valor de no prestar atención a otros medios o por lo menos ponerlos en segundo lugar, para suscitar un poco de cristianismo, para hacerse eco de las glorias pasadas. Es necesario que Dios renazca en nosotros, mantenerlo vivo y verterlo sobre los demás, como oleadas de Vida, y resucitar a los muertos. Y mantenerlo vivo entre nosotros amándonos (y para amarse no es necesario ningún estrépito: el amor es muerte a nosotros mismos – y la muerte es silencio – y vida en Dios – y Dios es el silencio que habla). Entonces todo se revoluciona: política y arte, escuela y religión, vida privada y diversión. Todo. Dios no está en nosotros como el Crucifijo que cuelga a veces casi como un amuleto en la pared de un aula escolar. Está en nosotros vivo – si lo hacemos vivir – como legislador de toda ley humana y divina, porque todo es obra suya. Y Él desde lo más íntimo dicta cada cosa, nos enseña – Maestro eterno – lo eterno y lo contingente, y a todo da valor. Pero no comprende esto sino aquel que lo deja vivir en sí viviendo en los demás, porque la vida es amor y si no circula no vive. Hay que resucitar a Jesús en la ciudad eterna e introducirlo por doquier. Es la Vida y la Vida completa. No es solo un hecho religioso… Este separarlo de la vida entera del hombre es una herejía práctica de los tiempos presentes y un someter al hombre a algo que es menos que él y relegar a Dios, que es Padre, lejos de los hijos. No, Él es el Hombre, el hombre perfecto, que comprende en sí a todos los hombres y toda verdad e impulso que ellos pueden sentir para elevarse al lugar que les es propio. Y quien ha encontrado a este Hombre ha encontrado la solución a cualquier problema humano y divino. Él lo manifiesta. Basta que se le ame.